Además, la estructura porosa del barro retiene la humedad, permitiendo que los jugos se mantengan, se entrelacen con las especias, y mantengan el plato eternamente “apetitoso”. Ese vapor interno genera un microclima que abraza la carne, como en un abrazo lento y profundo, liberando todos los matices del ingrediente sin apresurar el proceso.

Con el metal ocurre lo contrario: el calor seco endurece la zona de contacto, reseca la comida y neutraliza sus matices más delicados. El resultado es sabor agresivo, superficial. El barro, en cambio, celebra lo esencial, lo natural, lo verdadero. Cocinar en barro es rescatar el arte de nuestros ancestros —como nuestras abuelas que cocinaban en cazuelas de barro—, donde cada gesto es un acto de cuidado y trascendencia. Notarás cómo cada bocado tiene una textura aterciopelada, un aroma terroso que recuerda fuego, nostalgia, tierra y creación.